Este collar fue el regalo de pedida que le hizo Francisco de Asís de Borbón a su prima y prometida, la reina Isabel II de España, en 1846. Formaba parte de un aderezo mayor y había pertenecido a su madre, Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias.

A la soberana española le dio igual que las perlas fuesen naturales, de un grosor importante y estuviesen valoradas en cinco millones de reales, porque amenazó con meterse a monja si no le buscaban otro pretendiente.

Al final acabó aceptando a medias y a regañadientes con estas palabras: “He cedido como reina, pero no como mujer”. El matrimonio fue, como se esperaba, mal y el reinado resultó, también, un desastre. En 1868 Isabel II tuvo que exiliarse en París tras el éxito de la Revolución de la Gloriosa.

Una década después la reina puso a la venta este collar; que fue recuperado, de nuevo para ella, por uno de sus hijos. Con esta obra de nácar aparece inmortalizada Isabel de Borbón en el óleo pintado por Federico de Madrazo y Küntz en 1849.

Un año después de su muerte en 1904, las joyas de Isabel de Borbón y Borbón fueron subastadas. Alfonso XIII consiguió adquirir este collar de más de kilo y medio de peso y espectacular cierre de brillante por 185.000 francos. En 1906 se lo regaló a Victoria Eugenia de Battenberg, como las joyas anteriores, con motivo de su unión.

Afortunadamente esta pieza, testigo de tantos acontecimientos históricos, ha llegado hasta el cuello de doña Letizia por la vía directa recomendada por Ena. La asturiana lo estrenó el 24 de octubre de 2018 para recibir en el palacio de Oriente al presidente alemán Frank-Walter Steinmeier. La reina Sofía lo eligió para llevarlo en la boda de la infanta Elena, celebrada en Sevilla el 25 de marzo de 1995. Es, de las tres bodas de sus hijos, en la que más joyas de pasar lució.